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El reloj marcaba aún las primeras horas de la mañana, pero en las calles del centro ya se respiraba algo distinto. Era tensión, ilusión, nerviosismo. Era esperanza.
El Mirandés se jugaba el ascenso a Primera División y, aunque el partido se disputaba lejos, en Cartagena, el corazón del equipo latía aquí y allí. Cuatro autobuses, llenos hasta la bandera, habían viajado hasta la ciudad murciana para apoyar a su equipo.
Pero la ciudad burgalesa no se quedaba atrás: cada esquina latía con fuerza, en cada bar, en cada mirada cruzada entre aficionados que no podían evitar soñar.
Desde temprano, las camisetas y banderas rojinegras asomaban por las terrazas. Algunos llevaban incluso las bufandas al cuello, como si de un ritual se tratara. Ya por la tarde, los jabatos reservaban mesa en sus bares de siempre, donde las televisiones estaban sintonizadas. Pero esta vez, todo vibraba distinto: la emoción era más intensa, casi sagrada, como una promesa de algo grande.
Los bares, ese día, se convirtieron en auténticos centros de reunión. Había ambiente familiar, niños pintados con los colores del club, y también tensión contenida entre quienes hacían cálculos. Porque no bastaba con ganar: el Elche debía perder, o al menos empatar si el Oviedo caía. Las radios sonaban, los móviles actualizaban marcadores constantemente... pero pronto el Elche quebró la ilusión de los jabatos: con dos goles por delante en el minuto 28, el ascenso directo comenzaba a alejarse.
Aun así, antes del encuentro, se escuchaba una frase en muchas conversaciones entre los mirandeses: «Pase lo que pase, esto ya es histórico». La ciudad estaba volcada. Miranda de Ebro, ese día, no era solo una localidad burgalesa: era una capital de sueños pendientes, de emociones a flor de piel, de fútbol en estado puro.
Los goles del Mirandés animaban el ambiente. Los jabatos se pusieron por delante, y eso se notaba: sonrisas de oreja a oreja, gritos de aliento, miradas que brillaban. «Por lo menos hay que ganar por orgullo», decían muchos aficionados. El empate 1-1 llegó pronto, pero ese golpe pareció dar más fuerza a los jugadores, que marcaron el segundo para adelantar de nuevo a los rojinegros.
El alivio se reflejaba en las caras de los aficionados en Miranda de Ebro: se iban al descanso con ventaja. Y entonces llegó el tercer gol, y cómo llegó. Estalló la ciudad. Los mirandeses gritaron con todas sus fuerzas. La victoria estaba de su lado, y ese resultado significaba el tercer puesto en LaLiga Hypermotion. No era el ascenso directo, pero sí una declaración de intenciones: el sueño seguía vivo.
Las imágenes de los aficionados lo decían todo. La ilusión por ascender a Primera no se había esfumado.
Y así terminó el encuentro, con La Morocha sonando como un himno. La canción que les había traído suerte toda la temporada volvió a escucharse, y seguirá haciéndolo unos partidos más. Esa noche no hubo silencio en las calles de Miranda: la ilusión seguía intacta. El equipo y los suyos aún soñaban con el ascenso. Quedaba el playoff, quedaba esperanza.
Lo que se notaba en las sonrisas y en las miradas no era resignación, sino orgullo. Aplausos. Reconocimiento a un grupo que devolvió la fe, que hizo creer a toda una ciudad pequeña en algo enorme. En los bares, los abrazos eran de emoción contenida: «qué cerca estuvimos», sí, pero también de agradecimiento y fuerza renovada.
Porque esto no ha terminado. Queda Mirandés para rato.
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